Hay tantas cosas en mi cabeza que muchas veces dudo de si tengo buena memoria. Cosas inmediatas, o que poco me interesan, las elimino rápido, pero aquellas que me importan, aquellas asociadas a gente que quiero, sí guardan un buen lugar y dudo que las olvide.
Aún así, los que mayor vuelta dan son esos de los cuales me avergüenzo o que, por decirlo de alguna manera, tuvieron un impacto incómodo y, sí, mayoritariamente triste: Hay imágenes que dudo pueda borrar, momentos que no puedo olvidar, y menos deshacer, aunque hayan pasado décadas incluso.
Ahí están, aparecen sin llamarlos, se toman el espacio, y aquella tranquilidad que a veces se consigue, se termina por un buen rato: Es que sí algo es de mi responsabilidad, poco puedo hacer, más allá de decirme “ya, sal de ahí”, hasta que me distraiga profundamente con otro tema.
Si he hecho daño (sin quererlo) siempre intentaré reparar las cosas, siempre trataré de conversar y entender, con el fin de aprender y nunca más repetir algo así. Y si todo sale bien, de eso puedo sacar un buen recuerdo, más allá de si hubiera preferido que no pasara.
¿Pero sabes? Hay algo que siempre ocupa mi memoria, con letras grandes y en un afiche de neón que parpadea infinitamente en un callejón oscuro: Es aquella imposibilidad de otros de hablar las cosas, esa falta de disposición para dar vuelta la situación y, lo peor de todo, adoptar una postura distante y tirar por el suelo una serie de momentos y sentimientos que sí vale la pena recordar y compartir. Y eso ni siquiera depende de mí.
Pero bueno, es difícil que lo entienda u olvide si no lo hablamos de frente.
2024.07.06
Persa Bío Bío
Santiago, Chile
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